sábado, 23 de agosto de 2008

Allegro del coronel.

®Alejandro F. Aguilar

David tiene un vecino coronel buena persona. El coronel lo saluda cada día cuando parte a sus deberes de perfecto uniforme y gafas de sol; siempre mirando el brillo de sus propios zapatos que mueve con asombrosa agilidad a pesar de su adultez. Es raro ver una persona cercana a los sesenta bajar las escaleras con tal paso. Más raro aún verle saludar sin mirar a la cara a su interlocutor. Esa es una de las raras costumbres del coronel, advierte David, pero en fin, le saluda cada vez que parte a sus deberes y David regresa de sus salidas nocturnas cotidianas. David le dice un “Buenos días” del que no está muy seguro y que busca alcanzar al otro de rebote pretendiendo que su aliento etílico quede clavado en las paredes y no llegue a las inmediaciones de la nariz sobre el espeso bigote, bajo las oscuras gafas del coronel. Nunca lo logra y cuando se cruzan, David ascendiendo y el coronel bajando hacia su auto, donde le espera el chofer (¿Cómo se llamará en el lenguaje de los militares el que conduce el auto del coronel, que es el mismo que carga las compras de la esposa del coronel y que entra y sale con bidones de gasolina llenos o vacíos o botellas de ron y latas de cerveza, y lustra el carro y viene de vez en cuando con su esposa a departir en animada charla con el coronel y su respectiva señora?), David advierte que el torso del coronel se tuerce levemente para volverse a mirarle de arriba abajo con una carga de reproches que casi siente como un peso sobre sus espaldas y le hace más difícil ascender las escaleras. Pero si algo malo piensa el coronel, no debe ser tan malo pues se lo calla. Se lo callaba. El vecino coronel y buena persona, hace unos días se cruzó en las escaleras del edificio con David como sucede casi todas las mañanas del mundo. Con David y Tom. David saludó con los buenos días de casi siempre pero esta vez lanzándolos hacia el techo para evitar verse en el azogue de las oscuras gafas del coronel. Y el coronel inició el saludo de casi siempre enredado en el brillo de sus zapatos. La rutina iba desplegándose con su pesada normalidad, pero de súbito, todo se congeló y no fue a causa del silencio. Fue Tom, que perpetró un ¡Hello! que cambió el curso de la paz hasta entonces sostenida a duras penas, de modo que en un segundo, tal vez menos, el destello de los espejuelos oscuros del coronel abandonó el brillo rutinario de sus zapatos, subió por la pared en diagonal y vino a detenerse sobre los ojos perdidos y el rostro inconfundible del efebo anglosajón. Tom se hizo ostensiblemente presente. Nunca antes el silencio de un saludo contenido retumbó tan parecido a los cañones que abrieron las primeras andanadas en las guerras desde siempre. El coronel buena persona vecino de David detuvo el aire, el tiempo y los sonidos en una sola mirada, y desde ese momento, ya nada fue igual, ni aún el parco saludo de cada mañana al encontrarse en las escaleras siempre que el coronel partía a sus deberes y David regresaba de sus correrías nocturnas. ¿Qué podía haber alterado el precario equilibro, la tensión contenida, la violencia suprimida hasta entonces por la buena costumbre de un saludo abstraído?
Era el acento anglosajón de Tom. El ¡Hello! que nunca debió pronunciarse. La exhibicionista presencia del enemigo que se colaba en los predios ya minados por la existencia de un David demasiado amanerado para el gusto de los demás vecinos del coronel, demasiado divertido, trasnochador, irresponsable para el gusto del coronel. Pero David era un nacional. ¿Cómo decirlo? Un enfermo, un desviado, un... UN perfectamente controlable, limitable, reprimible, “desaparecible” en el entorno cerrado de la vecindad, el barrio, el país, la nación, ¡La Patria! Sin embargo, ¿Cómo aceptar, admitir, tolerar, aprehender, reducir, oprimir, destruir, borrar, un alien llegado precisamente de allí, de esa zona del planeta cuya imagen había sido para el coronel no más que el centro de la diana hacia donde apuntaban todas las baterías de su Regimiento, todos los hombres que obedecían al más ligero destello de sus lentes oscuros? HOMBRES sí, rectos, duros, templados por el noble ejercicio del servicio a la Patria sobre las armas... Hombres de apariencia impenetrable, hechos de una sola pieza, intachables, imperturbables. Todo en torno al coronel buena persona vecino de David debía ser una extensión de la calidad incólume de su regimiento, excepto David, el pequeño, insignificante, desviado pero aún así, aceptable vecino del coronel. ¿Por cuánto tiempo se le había tolerado esa actitud licenciosa de regresar a casa a dormir los estropicios de sus juergas libertinas justo en el momento en que el coronel y todos los correctos vecinos partían al trabajo? Demasiado. Allí estaba la prueba. En el mozo fornido, rubicundo, insolente y agresivamente bello cuya visión rasgara la oscura superficie de las gafas del coronel haciendo uso de algo que conocía muy bien: el factor sorpresa. Tal y como había sido concebido para revertir la superioridad numérica del enemigo, arrebatarle la iniciativa y doblegarlo a su antojo; el factor sorpresa jugó aquí su papel. El coronel parpadeó al amparo de los lentes oscuros de sus impenetrables gafas; trastabilló ligeramente, por un instante perdió el equilibrio y por primera vez debió apoyarse en el pasamanos para poder girar el torso y admirar aquel muchacho escapado de las filas del enemigo, aquel gringo perfecto, tan perfecto como la mayoría de sus hombres del Regimiento cuando en posición de ¡Firmes! erguían el pecho, apretaban los glúteos y de paso, el bulto de su entrepierna sobresalía más de lo acostumbrado y el coronel pasaba revista uno por uno, con su rostro frente a cada rostro, y los ojos, ocultos tras el cristal oscuro de sus gafas, caían en picada hacia aquellos apetitosos bultos ahora remarcados por el aire gallardo, la actitud agresiva de avance de sus soldados incólumes, impolutos, invencibles, intocables... El suspiro se expandió una vez que el coronel buena persona vecino de David alcanzó la calle y la curva de la escalera arrancó de su vista la visión de los bellos efebos en ascenso alegre. Los rayos de sol de la mañana le cegaron por un momento reforzando el devaneo que aún le estremecía. Una vez más tomó aire, recuperó aplomo y se dirigió al auto donde le esperaba aquel que conduce, lleva y trae, viene y va y no sé cómo llamarle en el código de los militares. El coronel se arrellanó en su asiento, y con el torso rígido y la mirada al frente, ordenó al soldado partir a buen paso hacia el Regimiento, mientras sus pensamientos se adelantaban a la rutina que tendría lugar aquel día, su imaginación volaba junto a aquellos cuerpos recién admirados en la escalera, y su mano, como cada mañana, iba a posarse con desmayo en la entrepierna excesivamente abultada y dispuesta a recibirle del soldado, ese que conduce, lleva y trae, viene y va y nadie sabe cómo llamarle cuando estas cosas ocurren entre el coronel buena persona vecino de David y sus impolutos soldados del Regimiento. En ese minuto David abría la puerta de su apartamento, y con una suave presión sobre la cadera de Tom, le invitaba a entrar en su morada.


A. Aguilar R. La Habana, mayo/00

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